El reto de aprender a convivir

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Aprender a convivir es una reflexión sobre los principales niveles de convivencia: con uno mismo, con los más cercanos ( familia, amigos, compañeros de trabajo) y con el resto de los ciudadanos, haciendo hincapié en cómo transmitir esa habilidad —la habilidad de convivir, de compartir— a los más jóvenes. Para ello, obviamente hay que partir de una reflexión sobre el concepto mismo de convivencia y sus implicaciones:



Las piedras coexisten, las personas convivimos. Y esta inevitable relación es fuente de posibilidades y fuente de conflictos, contradictorio manantial de dichas y desventuras. Nuestro proyecto de felicidad es siempre privado, pero necesita integrarse forzosamente en un proyecto de felicidad compartida.



Hasta el más estricto anacoreta, en las inclementes soledades del desierto, convive consigo mismo desde la cultura que recibió, hablándose en el lenguaje que aprendió, es decir, manteniendo siempre la presencia de los otros. Por desgracia, a los seres humanos no nos resultan fáciles ni siquiera las cosas que nos son imprescindibles. Por eso hay que aprender a convivir, es decir, a aumentar las alegrías y disminuir las asperezas de la convivencia. La calidad de nuestra vida va a depender del sistema de relaciones que consigamos establecer, y trenzarlo bellamente es el arte supremo.



No hay ni puede haber, pues, felicidad sin convivencia. El ser humano es, como afirmara Aristóteles, un animal político, esto es, un ser que no puede ser concebido sin la sociedad en que se educa y socializa —he aquí, por cierto, creo yo, uno de los errores fundamentales de las distintas corrientes más o menos libertarias que se han adueñado de la derecha conservadora estadounidense y británica en las últimas décadas, pero ésa es otra cuestión. Conviene siempre tener bien presente la dignidad de la persona y los derechos individuales para evitar los excesos del totalitarismo, pero ello no quiere decir que debamos pasarnos al otro extremo y olvidar que todos nacemos y crecemos en el seno de una sociedad sin la cual, sencillamente, dejaríamos de ser quiénes somos.



Pero, ¿en qué se diferencia esta educación para la convivencia que propone Marina de la simple educación moral que postulan algunos conservadores?



No son pocos estos días quienes hacen llamamientos a un regreso a un pasado dorado en el que los niños tenían, se nos dice, bien claras cuáles eran las normas fundamentales de comportamiento. Según algunos, no tenemos más que retornar a los días en que todos sabíamos a qué atenernos, aunque ello significara también —esto ya no se nos dice con tanta frecuencia, ya sea por mala intención o por simple e interesado olvido— que cualquier intento de rebeldía se pagaba con el ostracismo más feroz y el espíritu de los más jóvenes se encontraba adocenado. Esas nostalgias del pasado pueden estar muy bien —para quien se las crea, que ésa es otra historia—, pero hoy en día vivimos en una sociedad demasiado heterogénea para fiar nuestro futuro a una inexistente moral única.



"Moral" significa el sistema normativo de una cultura, su jerarquía de valores, sus costumbres, sus modelos de personalidad o de sociedad. En cambio, entiendo por "ética" una moral transcultural, es decir, que pueda universalizarse. Las morales no nos bastan porque acaban enfrentándose unas a otras. En otras épocas la moral cristiana se enfrentó a la pagana, la católica a la protestante, la nazi a la moral universal, la marxista a la capitalista. En la actualidad, la moral liberal se enfrenta a la moral islámica. Necesitamos, por ello, elaborar una ética transcultural que resuelva, entre otras cosas, el choque entre civilizaciones distintas. Los derechos humanos pueden considerarse un primer esbozo de esa normativa común. La ética es el conjunto de las soluciones más inteligentes que le han ocurrido a la Humanidad para resolver los problemas que afectan a la felicidad y a la dignidad de la convivencia, los conflictos que pueen surgir entre personas, religiones, culturas, colectivos, naciones diferentes. Como verá el lector, la convivencia y sus problemas nos introducen en una dinámica expansiva, acelerada por la globalización actual. Todos somos vecinos de una aldea global, y debemos saber cómo relacionarnos.



Estamos, pues, ante el reto de sustituir una moral homogénea heredada de generaciones anteriores con una ética universal que hemos de construir entre todos aquí y ahora; una ética, además, en continuo proceso de elaboración y redefinición. Es el coste, a fin de cuentas, de una sociedad heterogénea, diversa, dinámica, en permanente transformación como la que vivimos en esta era de la globalización. Se ha acabado el tiempo de las imposiciones y ha de comenzar el del diálogo y las negociaciones, el tira y afloja del consenso social permanente. Inevitablemente, habrá quien se sienta demasiado incómod ante esta nueva situación, pero no podemos dar marcha atrás a las

manecillas del reloj, por más que nos empeñemos.



De lo que se trata es de conseguir una autonomía vinculada. Es decir, una independencia que sea compatible con profundas vinculaciones afectivas y éticas. La seguridad, la valentía, la asertividad, los recursos personales, son indispensables para mantener la autonomía. Pero el amor, la compasión, el respeto, la generosidad, la búsqueda de la justicia, nos vinculan a los demás. El niño debe contar con redes de apoyo social, y debe colaborar al establecimiento de estas redes. Debe respetar la autonomía de las personas, al mismo tiempo que se vincula a ellas.



No se trata de nada nuevo, la verdad sea dicha. El objetivo es conseguir el desarrollo de una personalidad autónoma en el niño, fomentar el grado suficiente de madurez intelectual y ética como para que logre vincularse con el mundo circundante en una relación mutuamente beneficiosa. En otras palabras, de nada vale que el niño se aprenda de memoria la tabla de normas que ha de cumplir —ni, mucho menos, que las cumpla por temor a la represalia de la sociedad—, sino más bien que la interiorice y la asuma como propia, mostrándose dispuesto incluso a discutirla, matizarla y modificarla cuando fuera necesario.



En todo caso, nunca podemos perder de vista el hecho de que cualesquiera normas por las que decidamos regirnos tienen vigencia, por definición, en el seno de una sociedad —esto es, la ética tiene, por necesidad, una implicación política.



Todos los pueblos aspiran a la justicia, al progreso y a la paz. Sin embargo, el camino para conseguirlo es largo y difícil. Parece que hoy en día sufrimos una grave crisis de referencias, valores y derechos. Las esperanzas que han fracasado como resultado de la deriva del progreso y de la modernidad reflejan el estado de ánimo en el que se encuentra la humanidad. Aún así, se han conseguido progresos decisivos en bastantes ámbitos, principalmente científicos, técnicos y sociales; pero las desigualdades, las fracturas, la intolerancia y la ley del más fuerte siguen omnipresentes.

Cada vez hay menos gente feliz y más gente que sufre, que es agredida y se encuentra perdida. Los fundamentos de la felicidad o simplemente del progreso se basan en tres dimensiones fundamentales: la lógica, la justicia y el sentido. Si con respecto al primer punto, la lógica, ha habido progresos inestimables que han permitido la elevación de la condición humana gracias a la investigación en ciencias de la vida, ciencias exactas y tecnología, por otra parte, las carencias y contradicciones respecto a los dos otros puntos, justicia y sentido, siguen siendo importantes.

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